Espacios Autónomos

DOSIER: Acción social y solidaridad | Ilustración de Ana Nan | Extraído del cnt nº 428.

«El Estado es una condición, una relación entre seres humanos, un modo de conducta humana; lo destruimos cuando establecemos otras relaciones, cuando nos comportamos de forma diferente»

Gustav Landauer

No todas las corrientes del mundo libertario defienden una propuesta que tiene, aun con todo, un eco evidente en ese mundo. Me refiero a aquella que entiende que una de las prioridades mayores del presente debe consistir en trabajar activamente en la construcción, desde ya, de una sociedad alternativa en la que se reflejen los principios —autogestión, democracia y acción directas, apoyo mutuo— que tienen que guiar por fuerza nuestra acción. Cierto es que esa perspectiva ha suscitado críticas que unas veces han subrayado el riesgo de que las iniciativas correspondientes sean absorbidas por el sistema y otras han llamado la atención sobre el horizonte de que rebajen la atención que merece una tarea mayor como es la de acabar de forma definitiva con el orden existente.

Creo yo, sin embargo, que la propuesta de una sociedad alternativa construida desde el presente ha gozado de un respaldo franco tanto en el mundo anarquista como, y acaso más aún, en el anarcosindicalista. Muchas veces he pensado que cuando un siglo atrás se postulaba lo que se dio en llamar propaganda por el hecho al cabo, y al menos en ocasiones, lo que se nos estaba diciendo era que bien estaba, sí, desarrollar huelgas, publicar revistas y libros, o convocar manifestaciones y concentraciones, pero que al cabo lo más interesante que podíamos hacer era trasladar materialmente a la realidad económica y social lo que teníamos dentro de la cabeza. O lo que es lo mismo: demostrar que era posible perfilar un mundo nuevo que certificase que había horizontes diferentes de los que promueve la miseria del capital.

Tenemos que salir con urgencia del capitalismo y al respecto lo que está a nuestro alcance es abrir espacios autónomos autogestionados, desmercantilizados y, ojalá, despatriarcalizados.

Esa idea matriz guio a buena parte del anarquismo español durante la primera mitad de la década de 1930, en la forma ante todo de la tupida red de instancias —y entre ellas ateneos, escuelas y granjas— que la CNT fue perfilando antes de que cobrase cuerpo el experimento colectivizador de 1936. Por detrás se hallaban en algunos casos las teorizaciones, cierto que a menudo oscuras, de Gustav Landauer, un anarquista alemán asesinado en 1919. Para Landauer se trataba de provocar la desaparición del Estado de la mano de la creación de una sociedad alternativa urdida desde abajo. «El Estado es una condición, una relación entre seres humanos, un modo de conducta humana; lo destruimos cuando establecemos otras relaciones, cuando nos comportamos de forma diferente», escribió Landauer. Aunque al respecto no había un acuerdo unánime, con frecuencia se entendía, por añadidura, que los sindicatos debían ser el cimiento mayor de esa sociedad alternativa.

La idea de Landauer ha tenido muchas réplicas en el mundo libertario. Así, para Colin Ward «una sociedad anarquista (…) se presenta como una semilla bajo la nieve, enterrada bajo el peso del Estado y de su burocracia, el capitalismo y su derroche, los privilegios y sus injusticias, el nacionalismo y sus lealtades suicidas, las diferencias religiosas y su separatismo supersticioso». Paul Goodman afirmó en su momento que una sociedad liberada «no puede resultar de la sustitución del viejo orden por uno nuevo. Significa, en cambio, la extensión del ámbito de la acción libre hasta que constituya la mayor parte de nuestra vida en sociedad». Para Dardot y Laval, en fin, hay que liberar lo común de la tutela del Estado, toda vez que «la pretendida realización de lo común bajo la forma de la propiedad del Estado no puede ser sino la destrucción de aquél por este».

Ilustración de Raulowsky

Me interesa, y mucho, subrayar algo que creo que está por detrás de la propuesta que me ocupa. La construcción de una sociedad alternativa tiene por fuerza que convocar a la gente común. Ningún proyecto emancipador puede asentarse en exclusiva en las prácticas, de circuito a menudo cerrado, de activistas hiperconscientes de movimientos sociales críticos. En este terreno, como en todos, las vanguardias directoras están de más. Parece que eso lo entendió a la perfección la militancia de la CNT casi un siglo atrás. Y si, en este terreno, a alguien le preocupa el eventual freno que la gente común puede imprimir a esas prácticas, me limitaré a señalar que son muchos los procesos revolucionarios en los que las vanguardias se han visto superadas por el pueblo llano. Aunque el ejemplo tiene un alcance limitado, no está de más que recuerde que, en el inicio de los confinamientos en marzo de 2020, muchos de los grupos de apoyo mutuo que proliferaron por doquier los estimularon, de nuevo, gentes de a pie que reaccionaban de forma espontáneamente solidaria ante los problemas.

Muchas veces he señalado en los últimos tiempos que la construcción de espacios autónomos está hoy a nuestro alcance. Permítaseme que aclare lo que acaso oculta la formulación verbal de la que he echado mano y que recuerde que esos espacios no configuran en sí mismos, y a mi entender, el proyecto maestro de transformación social. Me limito a señalar que aportan un horizonte hacedero que puede ser decisivo, con todo, en términos de un proceso de acumulación de fuerzas cada vez más necesario. Ese proceso, por lógica, y a tono con lo que ya he señalado, tiene que romper las fronteras del mundo identitariamente anarquista para atraer a gentes que, anarquistas o no, despliegan de forma vivencial prácticas de autogestión y apoyo mutuo. Pena es, sin embargo, y por decirlo todo, que el mundo sindical, que configura hoy la columna vertebral de nuestro mundo anarquista/libertario, permanezca genéricamente al margen —hay, claro, sus excepciones— de iniciativas como las que defiendo ahora. Pareciera como si el trabajo asalariado y el empleo absorbiesen de tal manera sus energías que la construcción de una sociedad alternativa quedase infelizmente en un segundo plano.

Tengo la impresión, por otra parte, de que una cuestión decisiva, la relativa a los límites medioambientales y de recursos del planeta, otorga relieve adicional al proyecto de una sociedad alternativa. Con frecuencia he señalado que el riesgo de un colapso general del sistema suscita a la postre, en el mundo anarquista/libertario, dos reacciones diferentes. La primera, crudamente realista, nos dice que no queda más remedio que aguardar la llegada de ese colapso, que a la postre facilitará que muchas gentes se percaten de sus obligaciones. He subrayado muchas veces que esta primera reacción tiene un carácter desmovilizador y medio ignora, por añadidura, que el colapso, por definición, se traducirá en una multiplicación espectacular de los problemas y en una reducción paralela de nuestra capacidad de afrontarlos.

Seis verbos deben configurar los cimientos en lo que se refiere a la contestación de las agresiones medioambientales: decrecer, desurbanizar, destecnologizar, despatriarcalizar, descolonizar y descomplejizar.

La segunda respuesta es, con toda evidencia, la que me interesa. Nos dice en esencia que tenemos que salir con urgencia del capitalismo y que al respecto lo que está a nuestro alcance —repito esta cláusula— es abrir espacios autónomos autogestionados, desmercantilizados y, ojalá, despatriarcalizados. Mientras la autogestión debe acarrear el despliegue de formas de democracia directa, en abierto cuestionamiento del orden de la propiedad capitalista, lo de la desmercantilización supone un rechazo frontal de la lógica del beneficio privado, y de la usura, propia del sistema imperante. Malo sería, en fin, que esos espacios, que existen ya —pienso en lo que significan incipientemente muchos grupos de consumo, algunas ecoaldeas, las cooperativas integrales o el emergente movimiento de trabajadores que se han hecho con el control de empresas que estaban al borde de la quiebra— y que han progresado en efecto en el camino de la autogestión y la desmercantilización, mantuviesen indemnes, sin embargo, las reglas del juego de la sociedad patriarcal y ratificasen al efecto la marginación material y simbólica que, en todos los ámbitos, padecen tantas mujeres. Aclararé que no estoy pensando sólo en iniciativas que se hacen valer en el mundo rural: otorgo el mismo relieve a las llamadas a cobrar cuerpo en el urbano.

Los espacios que invoco y defiendo serían asiento principal de despliegue de lo que se empieza a llamar movimientos por la transición ecosocial. Entre sus cometidos mayores se contará, naturalmente, propiciar que se plasmen en la realidad seis verbos que deben configurar cimientos fundamentales en lo que se refiere a la contestación de las agresiones medioambientales que el sistema protagoniza. Me refiero a los verbos decrecer, desurbanizar, destecnologizar, el ya mentado despatriarcalizar, descolonizar y, en fin, descomplejizar.

Antes de que nadie me lo recuerde, obligado estoy a subrayar que los espacios autónomos de los que hablo deben reunir dos requisitos adicionales. El primero lo aporta un franco designio de federarse —o, mejor, de confederarse—, de tal suerte que huyan con éxito de toda tentación escapista. El segundo, muy relacionado con el anterior, reclama que acrecienten su dimensión de confrontación con el capital y con el Estado. Cierto es, en suma, que tal y como se desarrollan los hechos, hay divergencias notables en lo que respecta a la determinación de cuál ha de ser el cometido mayor de los espacios que defiendo. Si hay quien responde que estribará en esquivar el colapso que en buena medida justifica su creación, hay quien los concibe más bien como escuelas en virtud de las cuales nos prepararemos para encarar los muchos problemas que acosarán a la sociedad poscolapsista.

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