La memoria tiene rostro de mujer Las gaditanas Aurora Galé, Antonia Aguilar y María Calvillo vivieron la represión del Régimen en primera persona

En el pueblo la llaman ‘La curva de las mujeres’. Entre Grazalema y Ronda, junto al cauce seco de un arroyo, los arqueólogos desenterraron 17 cadáveres. Al principio les extrañó que no hubiera cerca casquillos de bala. Los forenses, más tarde, explicaron que las víctimas habían muerto de un mazazo en el cráneo, atravesadas por utensilios de trilla o despedazadas. A una de ellas le punzaron la nuca con un descabello. Casi todas presentaban «una curvatura extrema en la base de la pelvis». Las habían abierto en canal, literalmente, antes de rematarlas. Tres estaban embarazadas. También había restos de un niño de nueve años.

Ninguna pudo contarlo, claro. Ni sus hijas. Después de la masacre caló el silencio. A la madre, a la esposa, a la hermana, se las lloró en privado, de puertas para adentro, sin hacer mucho ruido. Hubo otras que salvaron la vida, por suerte, por casualidad, o porque alguien se apiadó de su juventud en un gesto último de humanidad. Ahora, en marzo de 2010, cuando esas historias tristes parecen sacadas de algún cuento macabro, lejano e imposible, la Junta de Andalucía anuncia que las indemnizará. Habrá 1.800 euros para cualquier mujer que pueda demostrar que fue objeto de violencia, tortura o vejación durante el Franquismo.

Gaditanas quedan pocas. Al menos de aquella primera etapa, de los tiempos duros en que falangistas o moros repicaban en el aldabón, en mitad de la madrugada, y tocaba paseo hasta el cuartelillo. De las que hay, muchas rehúsan amablemente contar su tragedia. «Hace demasiado tiempo de aquello», «Mi marido no quiere», «¿Para qué?» La iniciativa de la Junta se topará, todavía, con un muro infranqueable de miedo y de vergüenza. Aurora Galé, Antonia Aguilar y María Calvillo, responden a tres perfiles distintos, dos como afectadas y una como testigo directo, de los dolorosos recuerdos que avivará el decreto.

La hija del anarquista

El 19 de septiembre de 1936 fusilaron a Vicente Ballester, secretario regional de la CNT, en Puerta Tierra. Clemente Galé, destacado dirigente del sindicato, le dijo a su esposa: «Ahora vendrán a por mí». Dos falangistas, «Fusté y Arturo», se presentaron en San Dimas, 2 cuando anochecía. Un retén había cercado la zona y cortaba el paso a la calle Hércules. Aurora, la hija mayor, tenía 17 años. La despertaron los gritos. «No había dinero para velas. Los niños nos íbamos prontito a la cama». Recuerda las carreras, los insultos y el crujido de las balas al atravesar los muebles. Su padre, quieto, las manos en alto, en mitad del salón. Los falangistas hicieron fuego. La chica se cruzó. Uno de los disparos alcanzó a Clemente en la tripa. El otro fue para ella. Le entró por debajo del brazo, le rompió la cuarta costilla, le traspasó la pleura y se alojó en el pulmón. «Y aquí la tengo», dice Aurora, señalándose el pecho. «Para que no se me olvide».

El sindicalista, herido, corrió escaleras arriba, hasta la azotea. Los falangistas fueron detrás. «Mi madre me cogió en brazos y salió a buscar un médico». Sus cuatro hermanos, de nueve a trece años, lloraban. «Entonces un ‘camisa azul’ muy jovencito me vio, se puso en mitad de la calle y paró un coche». Pero el conductor se negó a llevarla. «Dijo que se le mancharían los asientos de sangre». El falangista, «que era casi un niño», dio un golpe en la capota y lo obligó. Llegó al Mora en diez minutos. Lo justo para sobrevivir.

¿Y después? Una operación a cara o cruz, seis meses ingresada, la orfandad. «El doctor, que no era cirujano, sino urólogo, le explicó a mi madre: si le quito la bala, se muere. Si se la dejo, lo mismo puede durar dos días que veinte años». Acaba de cumplir 92. «Y no ha sido una vida fácil».

A Clemente Galé lo fusilaron en la plaza Fragela. «Cuando mi madre me dejó en el Mora, fue a buscarlo. Estaban cantando el ‘Cara al Sol’ frente a su cadáver. Le dio un ataque de nervios y se la llevó la policía. El comisario le dijo que mi padre ni siquiera tenía ficha, que no había cometido ningún delito, que los falangistas actuaban por libre. Que él no podía hacer nada».

Aurora se plantea si pedirá la indemnización. «De Franco nunca quise ni un duro. Ahora, no sé. Estoy muy mayor. La cabeza me falla. Lo pensaré».

La chica del mantón

Antonia Aguilar era «una buena moza, cantarina, ‘echá pa’lante’». En la fotografía del 40 que su hija guarda en un cajón de la cómoda se la ve sonriente, con un mantón de flecos y un canasto repleto de flores. Francisco, su marido, aparece con una camisa oscura, cerrada hasta el cuello, las piernas cruzadas, el gesto grave, fumando. «A ella no le gustaba la política. No la entendía. Iba a la sede del sindicato porque allí se reunía la juventud. Por la fiesta. Por el barullo».

A finales de septiembre un grupo de fascistas de Vejer la raparon en la plaza del pueblo. Después la hicieron desfilar por la calle Alta, «para reírse». Antonia, que a sus 95 años está perdiendo la batalla del Alzheimer, apenas balbucea sus recuerdos de una forma difusa y fragmentaria. Es Francisco quien cuenta que luego estuvo meses sin salir de casa. Que la gente, el día del paseo, cerró la puerta con llave. Que «sólo cuatro sinvergüenzas» asistieron a la ceremonia de la humillación. «Tuvieron suerte de que su padre estuviera enfermo y muriera poco después. Era su ojito derecho. Los hubiera buscado a todos. Seguro».

Antonia quizá solicite la indemnización, aunque le resultará difícil documentarla. Sus hijas se enteraron de la historia hace muy poco. Sus nietas no la conocían. Francisco dice que sólo al final trataba el asunto con cierta normalidad. «A ella no le gustaba hablar de esa tarde. En 70 años de matrimonio yo nunca le saqué el tema y creo que Antonia me lo agradeció. Los dos sabíamos lo que había pasado y punto».

La huérfana del carbonero

El padre de María Calvillo (Benamahoma, 1927) se suicidó. A la madre se la llevó como sirvienta una señorita de Bornos, para que amamantara a su crío, porque «a ella se le había secado el pecho y el niño se le moría». A los nueve años, en agosto del 36, vivía con sus abuelos. El día que llegaron los camiones andaba en la calle, vendiendo tomates. Los comunistas se apostaron en uno de los picos que coronan el pueblo, y desde allí le tiraban a los sublevados. Los moros montaron el cuartel en una casa grande, que llenaron de provisiones y de armas. «Empezaron a cruzarse los disparos, los de unos y los de otros», y a la huérfana del carbonero nadie le abría la puerta. «Entonces me enteré de lo que era el miedo».

«Después de los fusilamientos la cosa se normalizó. A los niños los moros nos regalaban latitas de atún y pedazos de chocolate. Una noche vinieron a casa de mi abuelo. Estábamos cenando. ‘Usted ya sabe lo que queremos’, le dijeron. El pobre se asustó, porque tenía cinco hijos ‘señalados’ que habían huido del pueblo y se pensó que iban a darle el paseo. ‘Queremos cal’». Cal para las fosas. Las mismas que llenaban con los cadáveres de sus amigos.

A su abuelo, finalmente, no le ocurrió nada. Pero a su abuela la sentaron una mañana en un silla de aneas, en mitad de la plaza, y «la pelaron». «Le dejaron cinco moños: una por cada hijo». La niña lo vio todo. «Los falangistas le dieron miga de pan mojada en aceite de ricino, y la obligaron a comérselo a punta de fusil. Se puso malísima, del dolor de barriga, de la fiebre y de la rabia». «A pesar de eso tuvo suerte», explica María. «A otras se las llevaban por las noches a la casa grande, o al cuartel, ya se puede imaginar cualquiera para qué. Las que tenían miedo iban con sus madres, o con sus hijos, pero no les servía. Daba igual que no fueran comunistas, ni republicanas, que no supieran ni leer ni escribir… Muchas pagaban por la militancia de sus maridos, o de sus padres. Otras no entendían de política, pero eran pobres y guapas y no había quien las protegiera. Si se pasaban, las fusilaban».

Cerca de donde vive María Calvillo, a quince minutos de ‘La curva de las mujeres’, hay otra fosa ‘marcada’, con 120 cadáveres. El alcalde de Benamahoma, Joaquín Ramón, dice que en julio siempre se cubre de flores. «Es increíble. Han probado con todo: venenos, cemento, escombros. Hace poco la taparon con alquitrán. Pero da igual. Llega verano y la tumba se llena de lirios. Son sólo lirios, ya, pero no hay quien pueda con ellos. Por alguna extraña razón acaban brotando de nuevo».

 

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