Mujer, trabajo, patriarcado y capitalismo

DOSIER Anarcofeminismo | Zaragoza | Infografía: cnt | Extraído del cnt nº 426

La pandemia del COVID-19 ha dejado en los datos del mes de noviembre de 2020 un aumento del paro femenino que triplica al de los hombres. Cuando las mujeres todavía no habíamos conseguido recuperarnos de la crisis de 2008, esta nueva crisis no solo está volviendo a expulsar a las trabajadoras del mercado laboral sino que tendrá efectos muy adversos en la brecha salarial, que es de esperar que aumente en los próximos años. En los sectores masculinizados y mejor remunerados las mujeres somos las últimas en entrar y las primeras en salir y, cuando conseguimos entrar, lo hacemos en mayor medida con contratos parciales y temporales, por lo que a la inestabilidad laboral debemos sumar la precariedad. Esto no es debido a que las mujeres tengamos mala suerte o a que seamos peores trabajadoras sino que es consecuencia de las relaciones que se establecen en el patriarcado y el capitalismo y de la concepción que las propias ideologías y organizaciones obreras tienen de la mujer.

En los sectores masculinizados y mejor remunerados las mujeres somos las últimas en entrar y las primeras en salir y, cuando conseguimos entrar, lo hacemos en mayor medida con contratos parciales y temporales, por lo que a la inestabilidad laboral debemos sumar la precariedad.

En palabras de Celia Amorós, el patriarcado es un «pacto interclasista» por el cual «el poder se constituye como patrimonio del genérico de los varones. En ese pacto, por supuesto, los pactantes no están en igualdad de condiciones, pues hay distintas clases y esas diferencias de clases no son ¡ni mucho menos! irrelevantes. Pero cabe recordar, como lo hace de forma muy pertinente Heidi Hartmann, que el salario familiar es un pacto patriarcal entre varones de clases sociales antagónicas a efectos del control social de la mujer» (Amorós, 1994).

Es importante comprender, por lo tanto, que la mujer no está discriminada respecto al hombre sino que la mujer está oprimida por el hombre, ya que ese sometimiento de la mujer es indispensable para el mantenimiento del sistema. El feminismo liberal en sus distintas vertientes comete el error de confundir, de forma más o menos intencionada, opresión u explotación con discriminación, equiparando con ello la posición de la mujer con la discriminación que sufren colectivos como los hombres gays o las personas trans y llegando incluso a afirmar que ser mujer conlleva privilegios en el sistema patriarcal, para ello utiliza el término «cis».

El patriarcado coloca al sector masculino de la población en una posición de poder que, entre otros aspectos, se concreta en la división sexual del trabajo: destina a los hombres el trabajo externo, fuera de casa, valorado socialmente y remunerado y a las mujeres el trabajo interno, no remunerado ni valorado y un trabajo externo subsidiario del de los hombres. Por este motivo, desde la economía feminista, se plantea la necesidad de distinguir el concepto de «trabajo» del concepto de «empleo». En primer lugar, el «trabajo» vendría descrito como toda actividad humana orientada a satisfacer las necesidades de las personas, una actividad que se realiza de manera continuada y que forma parte de la naturaleza humana con el objetivo de crear las condiciones adecuadas para que se desarrolle la vida. Por su parte, el «empleo» sería un tipo de trabajo que se realiza bajo las relaciones mercantiles capitalistas a cambio de un salario.

Esta división sexual del trabajo tiene enormes consecuencias en la vida de las mujeres como desarrolladoras, por una parte, de ese trabajo interno, imprescindible para la vida, pero no remunerado, valorado ni prestigiado y también en las condiciones en las que las mujeres accedemos al empleo. Discriminación directa e indirecta, brecha salarial, segregación vertical y horizontal, acoso sexual y por razón de sexo… son condicionantes que las mujeres sufriremos por el hecho de ser mujeres a lo largo de toda nuestra vida laboral.

Es innegable que la incorporación al empleo nos supone a las mujeres una liberación al permitirnos independencia económica respecto a nuestros maridos, padres, hermanos… aunque tengamos que realizar ese trabajo en peores condiciones. El desarrollo capitalista requería de grandes cantidades de mano de obra, por lo que se le hizo necesario incorporar al trabajo asalariado a las mujeres y a las niñas y niños. Esta incorporación de la mujer no solo abarataba el sueldo de los hombres sino que repercutía también de forma negativa en la atención que sus esposas podían dispensarles dentro de su propio hogar, pudiendo incluso llegar hasta el punto de que las mujeres no necesitasen un marido para cubrir sus propias necesidades. Es importante no olvidar que, desde el mismo principio de la incorporación de la mujer al empleo, los esfuerzos de las organizaciones obreras no fueron dirigidos principalmente a que hombres y mujeres cobráramos el mismo salario como parte de la misma clase obrera que somos sino, por el contrario, a conseguir que el empresario reconociera un salario familiar, es decir, que con el trabajo de un hombre se pudiera mantener a toda una familia. Este pacto por el salario familiar convenía también al empresario debido a que se dio cuenta de que los trabajadores bien atendidos eran más sanos y productivos que aquellos cuyas mujeres o madres eran asalariadas, por lo que le resultó beneficioso que la mujer volviera al hogar. La actual brecha salarial entre hombres y mujeres es consecuencia directa de ello.

Por su parte, la lucha sindical de la mujer ha ido consiguiendo poco a poco y, muchas veces, en soledad dotarse de herramientas en su avance hacia la igualdad. Estas herramientas, que se desarrollan a través de la legislación y de la negociación colectiva, deben analizarse y comprenderse en toda su complejidad, ya que de su buena o mala aplicación supone la posibilidad de revertir o acrecentar los condicionantes que afectan a la mujer trabajadora, no como sujeto discriminado sino como sujeto oprimido.

Desde la incorporación de la mujer al empleo, los esfuerzos de las organizaciones obreras no fueron dirigidos a que hombres y mujeres cobráramos el mismo salario como parte de la misma clase obrera sino a conseguir que el empresario reconociera un salario familiar.

Para terminar y, a modo de ejemplo de esta complejidad, este 1 de enero de 2021 entrará en vigor la última fase del calendario de equiparación de los permisos fijado en el RD 6/2019. En principio puede parecer una buena noticia, ya que se logra una de las reivindicaciones incluidas en los acuerdos congresuales de la CNT: permisos para ambos progenitores, intransferibles y pagados al 100%.

Sin embargo, este decreto esconde una trampa conocida como «efecto boomerang», consistente en que la formulación neutral de los derechos de conciliación, teniendo la finalidad de mantener a la mujer en el empleo, no promueven la corresponsabilidad, debido a que la estructura social preexistente a la norma, colocan con carácter general a las mujeres en una situación «más favorable» para usar dichos permisos. Este decreto obliga a simultanear las primeras semanas del permiso, imposibilitando que la pareja se turne en la atención completa al bebé, reforzando con ello las funciones tradicionales de la mujer como cuidadora principal y del hombre que «ayuda en casa» (y que se puede ausentar si es requerido por la empresa, pues «ya está su mujer»). Además de ello, la concreción del disfrute del permiso debe negociarse con la empresa y pueden realizarse a tiempo parcial y de forma flexible, lo que permite a la empresa no tener que prescindir del trabajador si lo necesita y esas ausencias de casa, incompatibles con la crianza, terminan por llevar a la madre a pedir excedencias, reducciones de jornada o trabajos a tiempo parcial.

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