Play, de Ruben Östlung (2011)

En torno al del final de la primera década del siglo XXI apareció en Suecia una nueva generación de cineastas que aportaron una mayor amplitud estética y temática a esta cinematografía. Se trataba de una generación de autores que apostaban por una aproximación de tipo realista a los problemas sociales, pero también a las problemáticas de tipo afectivo y personal, propias de una sociedad capitalista avanzada como Suecia. Este grupo de autores, entre los que debemos destacar a Ruben Östlund, Lisa Langseth, Johan Kling o Emil Jonsvik, suponía la continuación y ampliación en términos estéticos y temáticos de la apertura iniciada una década antes por Richard Hobert, Lukas Moodyson y Josef Fares, grupo de autores con el que Bjorn Runge podía situarse como bisagra de unión. Esta nueva generación de nuevos cineastas desarrolla dos vertientes diferentes.

La primera de ellas está más centrada en la aproximación a los mundos personales de los personajes, a sus vivencias afectivas, como ejemplifican las obras de Kling (Darling [2007]), Langseth (Till det som är vackert [2010]) o Jesper Ganslandt (Farväl Falkenberg, [2006]), si bien estas obras no dejan de incorporar en el fondo de sus narrativas una interesante lectura sobre la sociedad de clases en el capitalismo avanzado. En esta aproximación a la realidad social desde lo personal este nuevo cine sueco entronca con la tradición modernista de los años sesenta y setenta, sobre todo con obras de Vilgot Sjoman como el díptico Jag är nyfiken: en film i gult [Soy curiosa (Amarillo), 1967] y Jag är nyfiken: en film i blått [Soy curiosa (Azul), 1968] y, sobre todo, con el primer filme de Roy Andersson En käslekhistoria [1970], que posteriormente elaboraría un lenguaje muy diferente para acometer una aproximación metafórica de grande profundidad al malestar personal y social de la sociedad contemporánea, si bien no deja de reproducir modelos del cine norteamericano independiente como el elaborado por John Sayles en filmes como Return of the Secaucus seven [1979].

La segunda vertiente se conforma cómo una tendencia de corte naturalista, interesada en el análisis de la sociedad sueca y de las dinámicas de dominación y marginación que esta pone en marcha. En esta segunda tendencia destacan las obras de Ruben Östlund o Agnieszka Lukasiak.

En Play Östlund se aproxima a los problemas que debe afrontar la Suecia supuestamente multicultural de una forma mucho más elaborada que otras producciones contemporáneas que abordan el mismo tema, como puede hacer Othman Karim en För kärleken [2010]. Östlund aborda el tema desde una fuerte perspectiva de clase y desde una narrativa que en todo momento enfrenta al espectador con sus propias dinámicas cotidianas de reproducción de la ideología dominante. Para llevar a cabo esta audaz desafío, Östlund exacerba el rigor formal de su primer film, De Ofrivilliga [Involuntario, 2008], dominado aún por cierta rigidez, e incorpora un cierto enfoque documental a la hora de abordar la representación, sobre todo en cuanto a la inserción de los personajes en los diferentes ambientes en los que se desarrolla el film.

Östlund elabora un aparato formal que combina escenas filmadas con una cámara al hombro que se sitúa, en una posición casi intrusiva, en el espacio entre los personajes, con otras escenas en las que el encuadrame es fijo y próximo a los personajes, mientras que por otro lado incorpora otras escenas construidas sobre encuadres abiertos y alejados de la acción, lo que produce una cierta sensación de distanciamiento. Lo interesante es que este aparato formal se construye sobre una necesidad única, disponer una profunda interrogación sobre la legitimidad de la mirada del espectador.

Play se desarrolla en dos espacialidades fundamentales, un centro comercial por un lado y por el otro diversos espacios de las afueras de la ciudad de Göteborg, si bien otros espacios recurrentes de las grandes ciudades, como pueden ser los medios de transporte, también están presentes.

El centro comercial juega un papel fundamental, pues implica una importante lectura sobre las relaciones sociales en las sociedades capitalistas. El centro comercial se presenta como un espacio común en el que el contacto interpersonal es, paradójicamente, imposible, y, cuando aparece, es percibido como una forma de violencia contra la individualidad. Es de este carácter deshumanizador del centro comercial del que parte Östlund, pero además introduce un importante factor de análisis de clase en el robo y el maltrato que un grupo de chavales negros de clase obrera imponen a un grupo de blancos hijos de la burguesía, comportamiento que reproduce el carácter de la nueva ciudad postindustrial como mundo de consumo y del centro comercial como espacio privado del consumo.

Esta nueva espacialidad del consumo dio lugar a una nueva ciudad, de marcado carácter posmoderno, que sustituyó paulatinamente a la ciudad industrial, en un proceso en el que el plan urbanístico asumió como principios rectores la ligereza y la ilusión frente a la instrumentalidad y la funcionalidad de la ciudad moderna. La importancia otorgada a la función que dirigía el plan urbanístico en la modernidad se vio relegada frente a la valoración del placer, lo que resultó en la potenciación del carácter estético y lúdico de los ser humanos frente a la importancia de las relaciones económicas que se establecen entre ellos. En este sentido, será mediante los espacios de consumo la forma más evidente con la que la ciudad posmoderna se afirma y se aleja de las experiencias precedentes. A medida que las ciudades se desindustrializaban y se convertían en centros de consumo, una de las tendencias urbanísticas de las décadas de 1970 y 1980 consistió en rediseñar y expandir los centros de compras, que incorporan muchos de los trazos del posmodernismo en su diseño arquitectónico del espacio interior y los entornos simulados: uso de ilusiones y espectáculos, eclecticismo y mezcla de códigos, que inducen al público a circular entre una multiplicidad de vocabularios culturales que no dan oportunidad al distanciamiento y propician una sensación de inmediatez, descontrol emocional y asombro infantil.

El hilo conductor de esta transformación profunda de la ciudad es el consumo, todo el consumo, sea de mercancías, de servicios o de experiencias, el consumo entendido como ocio eufórico y como entretenimiento. Así, este nuevo desarrollo urbano incorporó, sobre la base de estas relaciones sociales basadas en las prácticas del consumo, una variedad de espacios de consumo que incluyen desde cafeterías y restaurantes a zonas que funcionan como reservas turísticas, museos y otros centros de actividades culturales y, por supuesto, tiendas especializadas. Se produce así una completa estetización de la vida diaria que busca la construcción de un mundo ficticio, alterado, que con su hiper-estimulación sensorial consigue en realidad entumecer los sentidos y la razón. Este proceso de estetización culmina con el desarrollo de los entornos totales, mundos cerrados y auto-contenidos que sobrecargan los sentidos y en los que los individuos con los recursos suficientes pueden formarse su propia identidad política. Se afirmó de esta manera un nuevo ser humano, el ser humano metropolitano actual, cortical, mutable, curioso e indiferente, dispuesto en todo momento a sustituir la razón ética por la razón estética, y se afirmó su espacio predilecto de actuación y de relación, los espacios del consumo y de la simulación, los lugares de la hiper-realidad y los territorios de la mirada, como son los centros comerciales y los parques temáticos.

Así el desarrollo del centro comercial, entendido como un espacio cerrado donde el consumo se convierte en una experiencia completa que intenta alcanzar al mayor número posible de individuos, aparece como la forma arquitectónica más adecuada a la expansión del consumismo a todas las capas de la sociedad excepto a aquellas relegadas a la exclusión. Cuando estos estratos inferiores precisan de acumular los objetos de consumo que detentan una fuerte carga simbólica y que, por lo tanto, suponen la apariencia de un ascenso social, es el momento en el que se dan situaciones como la presentada en Play. Es de notar que en ningún caso la banda de chavales de Play consigue un concreto beneficio económico de estas actividades, sino que se dirigen preferentemente hacia los teléfonos móviles y la ropa de los burgueses a los que roban, pues se trata de dos elementos cuyo contenido simbólico es muy elevado.

Pero Östlund consigue extraer un sentido social más amplio de la representación del centro comercial, y de hecho apunta a analizar la centralidad que ganaron estos espacios en la vida cotidiana de la sociedad. Si estos espacios se encuentran atestados a todas horas, si unos chavales pasan grande parte de su tiempo libre en los centros comerciales, este hecho se debe a dos dinámicas fundamentales, la desaparición de las ciudades de los espacios comunes de estancia, que afecta principalmente a la población de menores recursos, en este caso el grupo de chavales negros, y el carácter del centro comercial como espacio privatizado de la seguridad, carácter más atractivo para los estratos sociales elevados, en el caso de Play los chavales burgueses.

En la ciudad postindustrial se completó una verdadera privatización del espacio urbano. Una parte del espacio público, el que se encuentra en las zonas periféricas, es descuidado y finalmente abandonado, mientras que se interviene de manera expeditiva en el espacio público de los cascos urbanos con idea de imposibilitar cualquier forma de permanencia en ellos. Estos dos procesos rematan finalmente con el relevo de estos espacios públicos por otros lugares que ofrezcan seguridad y diversión. En las ciudades contemporáneas los espacios públicos quedaron reducidos a dos categorías, los espacios emblemáticos del poder y los espacios de consumo, espacios que juegan un papel sistémico fundamental, pues están destinados a convertir al residente de la ciudad en consumidor.

Es así como los centros comerciales y los parques temáticos fueron desplazando gradualmente a los espacios públicos urbanos, como parques o plazas, debido al cambio en las preferencias de consumo, cambio que vino determinado por los cambios en las estructuras y dinámicas económicas, así como también por el temor a los espacios públicos, a la delincuencia, y por el miedo a ser víctima de algún delito. En este sentido, los centros comerciales se convierten, en una perversión descomunal dado su carácter de espacio dominado por las corporaciones y las multinacionales, en los nuevos espacios públicos, pero que al mismo tiempo son espacios blindados, construidos como una arquitectura defensiva en la que el uso del panóptico garantiza un control integral. De hecho, el centro comercial no es otra cosa que un simulacro de la ciudad depurado de sus aspectos negativos. Todo es manipulado y controlado: el clima, la iluminación, la limpieza, la gente que la visita, de manera que se crea un espacio variable, estimulante y saturado de personas, como si se tratara de un espacio público, pero seguro como un espacio privado.

El mérito de Östlund en Play consiste en interrogar al espectador sobre lo que acontece cuando esta apariencia de seguridad se rasga y cuando se introduce un nuevo factor, el deseo de imitación de las clases altas por parte de las clases subalternas. Este choque es el motor del film, que señala perfectamente el desenfoque de ciertos movimientos contemporáneos de rebelión que centran de manera privilegiada su objeto en el saqueo de mercancía antes que en la reivindicación de mejoras de tipo económico o social. En este sentido la elección de Östlund es muy significativa y permite también apreciar cómo el centro comercial es el resultado de una proyección tendencialmente totalizadora que tiene como objetivo único el estímulo del consumo, no solo como motor económico sino también como motor ideológico del sistema, controlando la totalidad de nuestros estímulos, pulsiones, deseos y comportamientos.

Esta proyección, la construcción efectiva del simulacro de Jean Baudrillard, es el punto final de una tendencia arquitectónica, preocupada fundamentalmente por controlar el comportamiento humano mediante el proyecto y el espacio construido, una tendencia que desde el siglo XIX pretendió la construcción de un eficiente panóptico capaz de dar cabida a los imaginarios y hacerlos consumibles, y que se complementa con otra estrategia paralela, la que autores como Jean Pierre Garnier definen como urbanismo criminógeno, que es precisamente el espacio en el que habita el grupo de ladrones y en torno al que deambulan en la segunda parte del film. Este concepto, al principio, aludía a una arquitectura y a un urbanismo cuya configuración deshumanizante se consideraba una verdadera invitación al crimen. Las barreras, las torres, el cemento, la ausencia de calles, el aislamiento de los grandes conjuntos residenciales respecto de la ciudad, suponían motivos para la revuelta y la violencia por parte de sus habitantes. Desde esta perspectiva, la violencia urbana se percibía cómo una reacción lógica y comprensible, hasta legítima, contra la violencia, a la vez material, visual y simbólica, de un entorno considerado coercitivo, humillante y estigmatizante para las capas populares confinadas en él.

La introducción en Europa de las doctrinas norteamericanas de la tolerancia cero y la consecuente colocación de la lucha contra la inseguridad en el lugar principal de todas las agendas políticas llevaron a un cambio de significación de la noción de espacio criminógeno, que ahora designará a un urbanismo y una arquitectura que favorecen la delincuencia. Si anteriormente las generaciones jóvenes salidas de los medios desfavorecidos eran consideradas sobre todo víctimas que sufrían las consecuencias de una concepción errónea de la planificación urbana, ahora esta planificación deja de legitimar la violencia urbana y, en la retórica securitaria que prevalece hoy en día, cualquier referencia a las causas sociales del fenómeno de la delincuencia es calificada de excusa sociológica y sólo se tiene en cuenta a responsabilidad personal. Es precisamente este el contexto teórico en el que se enmarca el giro narrativo y espacial de la segunda parte de Play, en la que se abandona el centro comercial para introducirse en las zonas más suburbiales de la ciudad y en la que Östlund lleva a cabo una profunda reconsideración de las expectativas ideológicas del espectador y da pie a la construcción de diversas situaciones que lo obliguen a definir su posicionamiento sobre este dilema social de la violencia y las explicaciones sociales o de responsabilidad personal que se puedan desarrollar.

Después de haber mostrado, en la transición entre espacios, la brutal violencia sistémica que padecen las clases subalternas por su condición, en esta segunda parte del filme el cineasta se coloca en un punto de vista exterior, la planificación se construye en base a largos planos alejados de los personajes, para someter a crítica las reacciones del espectador, así como su propia condición de espectador, de persona que mira. Östlund se dirige directamente a la condición de voyeur impotente del espectador desde una perspectiva irónica que recuerda a Michael Haneke y Ulrich Seidl en su tratamiento de la violencia cotidiana. De esta manera Östlund crea un espacio para la crítica en el que el espectador está obligado a adoptar una posición, movimiento en el que también debe descubrir el resto de posicionamientos posibles, y reales, sobre esta problemática.

Pero esta segunda parte del filme contiene también una inversión de la primera. Si en el centro comercial Östlund mostraba las consecuencias de la irrupción de la violencia de las clases subalternas en los espacios propios de la burguesía, una violencia que significativamente tenía como principal consecuencia la profundización de la alienación social que sufren las propias personas que la llevan a cabo, en el suburbio de Göteborg Östlund expone crudamente a la burguesía ante la violencia social que engendra y que, en el mejor de los casos, ni siquiera percibe. El film se traslada del centro comercial a los suburbios, saca a la burguesía de su espacio y esta encuentra que este es un espacio socialmente hostil y que debe ahora padecer su culpabilidad como clase. Este espacio revela también la absoluta cobardía de la burguesía una vez que no cuenta con la fuerza del aparato para responder a esta violencia social, pero Östlund aun irá más allá y, en la escena que cierra el film, redundará en esta cobardía de la burguesía y en la incapacidad de actuar éticamente para una clase que delegó de manera esencial la toma de decisiones de esta índole en la Institución, especialmente en aquella de carácter represivo.

Con todo, Östlund no deja de mostrar como esta posibilidad de actuación ética es posible aun en un momento de disolución de los conceptos fuertes y de la expansión de las ideas de odio social al diferente y al pobre, al tiempo que muestra el peso de la desigualdad en cuanto herramienta de división social y la forma en que las diferencias en el nivel de vida son empleadas como indicador de las diferencias de estatus social e interroga al espectador sobre cómo la propia posición en la jerarquía social afecta a los que consideramos parte de nuestro ambiente y a los que consideramos ajenos a él, afectando por tanto a nuestra capacidad de identificarnos con otras personas.

Martín Paradelo

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