22 de junio. Debate: Nietzsche, Anarquía contra Anarquismo

En alternancia con las sesiones de lectura y comentario a La República de Platón, el Grupo de filosofía de la UniLliure convoca algunas charlas dirigidas a comentar el pensamiento político de algunos pensadores intempestivos y problemáticos. Mientras Platón nos sirve para analizar los sistemas políticos de la antigüedad, y especialmente el funcionamiento de la asamblea y la democracia ateniense, de la mano de pensadores cronológicamente más cercanos conoceremos las polémicas -algunas impresentables, otras todavía demasiado lúcidas- acaecidas mientras el actual sistema iba tomando forma.

El pensamiento político de Nietzsche, siempre incómodo y corrosivo, nos da una visión desacostumbradamente radical de los movimientos sociales del XIX. No se trata de aceptar incondicionalmente sus tesis -cosa por otra parte imposible- sino de, como de costumbre, aprovecharnos de él para analizar nuestro presente… y de paso rescatar al Nietzsche político de esa doble mordaza que constituyen, por un lado, los abusos y tergiversaciones de nazis, supremacistas y demás calaña, y por otro la académica insistencia en ciertos aspectos “más filosóficos”.

Hasta ahora apenas ha habido reflexión sobre los conceptos de bien y mal; siempre fue un asunto demasiado peligroso. La conciencia, la reputación, el infierno y, en determinadas circunstancias, también la policía impedían —e impiden— cualquier imparcialidad en este tema. Respecto a la moral, como respecto a cualquier autoridad, no está permitido reflexionar, y mucho menos hablar: aquí hay que — ¡obedecer! Desde que el mundo es mundo, ninguna autoridad ha querido jamás convertirse en objeto de crítica. Y, de hecho, criticar la moral, ver en ella un problema, algo problemático: ¿cómo? ¿no era eso —no es eso— inmoral?

Pero la moral no sólo dispone de todo tipo de medios de coacción para mantenerse lejos de las manos críticas y de los instrumentos de tortura. Su seguridad descansa sobre un determinado poder de seducción que domina perfectamente; sabe cómo “entusiasmar”. A veces una sola mirada le basta para paralizar la voluntad crítica, o incluso ponerla de su parte; y que dicha voluntad crítica se vuelva contra sí misma y termine clavándose su propio aguijón a la manera del escorpión. Hace mucho que la moral es experta en todo tipo de artimañas para convencer a la gente; no hay orador incluso hoy en día que no recurra a su ayuda (óigase hablar a nuestros propios anarquistas, por ejemplo: ¡de qué forma tan moralista hablan a fin de convencer! Al final terminan refiriéndose a sí mismos como «los buenos y los justos»). Y es que, en todas las épocas, desde que en el mundo se habla y se quiere hablar para convencer, no ha habido mayor maestra que ella en el arte de la seducción; y por lo que a nosotros filósofos respecta, ha sido la auténtica Circe de los filósofos. (Aurora, prólogo de 1886, #3)

El Estado como producto de los anarquistas. – En los países de los hombres domesticados, siempre hay resta un amplio número de especímenes atrasados y sin domesticar: su tendencia, de momento, es agruparse preferentemente en los territorios socialistas. Si alguna vez llegaran a dictar leyes, podemos estar seguros de que se pondrían férreas cadenas y ejercerían una terrible disciplina. ¡Saben cómo son! Y soportarían esas leyes pensando que se las habían impuesto a sí mismos. La sensación de poder, y de este poder, es, para ellos, demasiado joven y demasiado seductora como para que no lo sufran todo por su causa. (Aurora #184)

Cuestión de poder, no de derecho. – Para los hombres que en todo momento tienen la mira en la utilidad superior, no hay en el socialismo, en caso que realmente sea una rebelión de los secularmente oprimidos contra sus opresores, un problema de derecho (consistente en esta pregunta melindrosa y ridícula: «¿hasta qué punto se debe ceder a sus reivindicaciones?») sino meramente un problema de poder («¿hasta qué punto se pueden aprovechar sus reivindicaciones?») Es como una fuerza natural, el vapor, por ejemplo, que o bien se ve forzado a servir al hombre en calidad de dios en la máquina, o bien, debido a defectos en la máquina, es decir, defectos humanos de cálculo al construirla, la destroza, y al hombre al mismo tiempo. Para resolver esta cuestión de poder, es necesario conocer la fuerza del socialismo, con qué modificación es posible utilizarla como resorte en el actual juego de fuerzas políticas; e incluso, en ciertas condiciones puede resultar necesario reforzarlo tanto como sea posible. La humanidad debe, a propósito de toda gran fuerza –incluso de la más peligrosa–, pensar en la forma de hacer de ella un instrumento para sus designios. El socialismo sólo adquirirá derechos, cuando parezca haber estallado una lucha entre los dos poderes, los representantes de lo antiguo y los de lo nuevo, y el cálculo prudente de las probabilidades de conservación y de utilidad en los dos partidos haga nacer entonces el deseo de un contrato. Sin contrato, no hay derechos. Hasta ahora en este ámbito terreno no hay guerra ni contratos, y por consiguiente, tampoco derechos ni ningún «deber hacer». (Humano, demasiado humano #446)

Lo Justo como cebo partidista.– Pudiera ser que unos nobles (aunque no precisamente demasiado inteligentes) representantes de las clases dirigentes dijeran «queremos tratar a todos los seres humanos como iguales, reconocerles iguales derechos». En este caso, es posible una concepción socialista basada en lo que es justo; pero, como he dicho, tan sólo dentro de la clase dominante, que en este caso practica lo justo mediante sacrificios y renuncias. En cambio, reivindicar la igualdad de derechos, como hacen los socialistas de las clases oprimidas, jamás se desprende de lo que es justo, sino de la codicia. Muéstrensele de cerca a una fiera unos pedazos de carne sangrienta; retíreselos después hasta que finalmente ruja; ¿pensáis que este rugido es una exigencia de justicia? (Humano, demasiado humano #451)

La posesión y lo justo.– Cuando los socialistas argumentan que la distribución de la propiedad en la humanidad actual es consecuencia de innumerables injusticias y violencias, y que ellos declinan in summa todo compromiso respecto algo de fundamentos tan injustos, tan sólo contemplan una parte del asunto. Todo el pasado de la antigua civilización se fundaba en la violencia, la esclavitud, el engaño, el error; pero nosotros, herederos de todas estas circunstancias, de hecho condensaciones de todo ese pasado, no podemos abolirnos a nosotros mismos por decreto, ni tampoco tenemos derecho a querer suprimir de él un pedazo determinado. La iniquidad también se halla en las almas de los que no poseen; no son mejores que los poseedores y carecen de privilegio moral alguno, pues tal vez sus antepasados fueron poseedores. Lo que hace falta no son nuevas distribuciones mediante por la violencia, sino una gradual transformación de la mentalidad; es necesario que en todos crezca lo justo y se debilite el instinto de la violencia. (Humano, demasiado humano #452)

Los más peligrosos de los espíritus revolucionarios.– Hay que dividir a los que sueñan con la subversión social entre los que quieren conseguir algo para sí mismos y los que lo quieren para sus hijos y sus nietos. Estos últimos son más peligrosos, ya que tienen la fe y la conciencia recta del desinteresado. A los otros es posible satisfacerlos; para ello no le faltan recursos y argucias a la sociedad dominante. El peligro comienza cuando los fines devienen impersonales; los revolucionarios por interés impersonal podrían ver a todos los que defiendan el existente estado de las cosas como a unos egoístas, y creerse por lo tanto superiores a ellos. (Humano, demasiado humano #454)

Una fantasía de la teoría de la subversión.– Hay soñadores políticos y sociales que reclaman con ardor y elocuencia la subversión en todos los órdenes, con la fe de que inmediatamente después se erigiría por sí mismo el soberbio edificio de una bella humanidad. En estos sueños peligrosos resuena la superstición de Rousseau, que cree en la bondad de una naturaleza humana maravillosa, originaria pero, por así decirlo, soterrada, y que imputa a las instituciones culturales, la sociedad, el estado, la educación, toda la culpa de ese soterramiento. Desgraciadamente se sabe por experiencias históricas que toda subversión de esa clase vuelve a sacar a la luz energías salvajes, en forma de horrores y desenfrenos ocultos desde tiempos remotos; y, por consiguiente, semejante subversión puede actuar como fuente de fuerza para una humanidad inerte, pero no como organizadora, arquitecto, artista, perfeccionadora de la naturaleza humana. No ha sido la naturaleza moderada de Voltaire, con su tendencia a organizar, desbrozar, reconstruir, sino las apasionadas tonterías y supercherías de Rousseau lo que ha despertado el espíritu optimista de la Revolución contra el cual grito: “¡Aplastad al infame!” Por su causa el espíritu de la ilustración y de la evolución progresiva han sido desterrados durante largo tiempo: ¡veamos –cada uno por su cuenta– si es posible hacer que vuelva! (Humano, demasiado humano #463)

Ideas nuevas en la casa vieja.– A la subversión de las opiniones no sigue de inmediato la subversión de las instituciones; más bien ocurre que las nuevas opiniones habitan largo tiempo en la morada ahora incómoda y vacía de sus predecesores e incluso permanecen en ella a falta de alojamiento propio. (Humano, demasiado humano #466)

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