Derecho a la Escolarización

DOSIER: Acción social y solidaridad | Ilustación de Memen Moreu | Extraído del cnt nº 428

En nuestro país, la escolarización es obligatoria hasta los 16 años. A saber: seis años de Primaria, 4 de Educación Secundaria Obligatoria, y a partir de ahí, diferentes itinerarios cada vez más complejos y en ocasiones irreversibles. Son 10 años de formación académica básica, más que suficientes para garantizar un nivel de conocimientos para la educación de una ciudadanía crítica, preparada, concienciada.

Pero para quienes vivimos dentro de las escuelas, la realidad es bien distinta

Los centros se disgregan en tres tipos básicos: públicos (o guetos), privados concertados (o de espejismo de clase media), y privados (o no te me acerques que me tiznas, so pobre). El personal que trabaja en cada uno de estos centros oscila entre la sufrida clase opositora, cuyo único mérito para obtener plaza es casi exclusivamente saber memorizar más y mejor que el resto de sus oponentes, y el enchufismo más o menos encubierto en el caso de los centros privados y concertados. Respecto al alumnado, es también variopinto en relación al centro. En los colegios públicos abundan colores, idiomas, diversidades, que se reducen significativamente en los concertados y su filtro encubierto tras mensualidades ilegales, y son prácticamente inexistentes en los privados. El estado físico de los edificios sigue la misma gradación desde obsoleto y ruina en el caso de los centros públicos a maravilla tecnológica y espacio multisensorial en los privados. Y aunque en una sociedad que presume de meritocrática, la existencia de esta santísima trinidad educativa debería ser una aberración, ni la aprobación de infinitas leyes educativas, ni las medidas propuestas por gobiernos más o menos conservadores han reducido la brecha. Ni lo intentan. Porque el sistema tiene claro que la educación se paga, y que en el capitalismo imperante, los servicios públicos también entran en la lógica económica de le ecuación entre beneficios y pérdidas.

Hace ya mucho tiempo que se ha sustituido el derecho a la educación por el derecho a la escolarización o simplificando, por el derecho a tener una plaza de aparcamiento en lo que hoy se consideran escuelas.

Y mientras tanto, esta maestra se devana los sesos pensando cómo es posible que la ciudadanía en general tenga más interés por los realities sobre cornamentas y prótesis mamarias ostentosas que por el convenio del último contrato basura que acaban de firmar. Y por supuesto, la preocupación fundamental y única: que a nadie se le acaben los datos del móvil. ¿Qué estamos haciendo mal para que después de diez años o más en las prisiones preventivas escolares tengamos que seguir explicando a personas funcionales de entre 16 y 20 años la diferencia entre «a ver» y «haber» en la redacción de sus whatsapps? ¿Cómo entender que a pesar de vivir sepultada entre burocracia, planes de refuerzo, de atención a la diversidad, de adecuación de contenidos, propuestas innovadoras, y haber aprendido correctamente a ubicar todos esos documentos en el espacio virtual pertinente habilitado por la administración, los resultados siguen dándome ganas de dedicarme al cultivo de la batata como forma más útil de ganarme el pan?

La respuesta es tan sencilla como descorazonadora: hace ya mucho tiempo que se ha sustituido el derecho a la educación por el derecho a la escolarización o simplificando, por el derecho a tener una plaza de aparcamiento en lo que hoy se consideran escuelas. Los colegios se han convertido en atriles desde los que la clase política adoctrina ideológicamente a alumnado y profesorado, y en púlpitos para una privilegiada curia católica que filtra a su personal, seleccionado por las autoridades eclesiásticas pero mantenido del erial público, entre las miles de personas aspirantes e interinas que, cada dos años, deben poner a prueba su resistencia gástrica, buscando un hueco en el único reducto estable que nos han dejado las últimas reformas laborales.

Nuestro sistema educativo navega a la deriva entre los reductos de la doctrina franquista, intentando adaptar sin recursos personales ni materiales (la media del gasto en educación en nuestro país en los últimos años es de un 5% del P.I.B., menos que en muchos de los países considerados «en vías de desarrollo»), invirtiendo en medios tecnológicos más que en infraestructuras, con unos planes educativos que poco más que convierten al alumnado en monos amaestrados y unos itinerarios universitarios que permiten que cada año adquieran el título de docente personas incapaces de empatizar con la realidad de menores, ni con sus intereses ni necesidades. Un panorama poco alentador. Solapado con esto, denuncias a centros que siguen manteniendo la segregación del alumnado por sexos, intrusismos como el veto parental, asociaciones de familias atadas de pies y manos antes el poco o nulo apoyo de la administración, y para rematarlo todo, una pandemia mundial que ha evidenciado la falta de reflejos de un sistema educativo que se sustenta en nada.

Y siempre que pienso en el modelo educativo anarquista me invade la nostalgia por los ateneos, la teoría de la escuela racionalista, e inevitablemente giro la mente hacia el único centro de pedagogía libertaria que se mantiene con vida: la escuela Paideia, en Mérida. Buceando en su web, deseosa por recordar la posibilidad de hacer algo diferente de mi profesión, se encuentra un magnífico artículo del pedagogo Francisco José Cuevas Noa, con el título «La Propuesta Sociopolítica de la Escuela Libertaria». En el cuerpo del texto se describen algunos de los principios de la pedagogía libertaria, como el antiautoritarismo, la educación integral, y especialmente el que me pone los vellos de punta y hace que me retuerza de envidia profesional: la autogestión pedagógica.

«Derivada del principio político de autogestión, el anarquismo propone una práctica educativa autogestionada, en la que el control de la educación sea responsabilidad de los individuos de una escuela o grupo educativo. La autogestión pedagógica supone varios aspectos: la capacidad de construir espacios educativos (escuelas, ateneos, etc.) por parte de los centros anarquistas con medios propios; la autoorganización de los estudios por parte del grupo, que incluye tanto a alumnos como al profesorado; y la autogestión de los aprendizajes mediante el esfuerzo de los educandos, a través del autodidactismo y de técnicas de investigación y trabajo grupal. Los espacios educativos libertarios deben ser autónomos e independientes, no depender de las subvenciones ni del control del Estado, y con un profesorado propio.
Respecto a la capacidad de generar espacios educativos por parte de los sindicatos, ya ni eso. Nuestros recursos económicos, ya escasos, se destinan a la lucha laboral. Realmente la formación es una asignatura pendiente (y muy al pelo que viene esta referencia) en la Confederación.

Francisco José Cuevas Noa

Pero es la mención a la posibilidad de autoorganizar y autogestionar los aprendizajes en espacios autónomos e independientes lo que motiva a pensar que, incluso dentro de la rígida estructura del sistema actual, es posible el cambio. Porque el cuerpo docente, si nos lo proponemos, podemos darle la vuelta a las torticeras normativas que nos estrangulan y forzar a los claustros y plenipotenciarios equipos directivos para crear mundos diferentes en nuestras escuelas. Tan sólo tenemos que recuperar la fuerza de las secciones sindicales de enseñanza y sacar al exterior las cientos de dinámicas diferentes que cada día realizamos muchos y muchas docentes que pensamos diferente, organizar resistencia a la burocracia y el aborregamiento en nuestros centros, mediante nuestro ejemplo y nuestro trabajo, y hacer con las personas adultas que nos rodean lo mismo que hacemos en nuestro día a día en clase: no dar pie al desaliento.

Y es de recibo cerrar este texto citando a Josefa Martín Luengo, cimiento y raíz de Paideia:

«La educación es un arte y una práctica para hacer personas en libertad».

Josefa Martín Luengo
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