Las descuidadas. Los cuidados y el cambio de rol en la paternidad

CRISTINA COBO HERVÁS | Málaga | Ilustración: Cuidados colectivos. ANA NAN | Extraído del cnt nº 420

Sentarse a esbozar unas líneas después de una jornada de trabajo, llegar a casa y comprobar que lo que dejaste sin fregar por la mañana empieza a desarrollar una civilización propia, mientras que la montaña de la ropa sucia y la lavada y recogida se igualan en tamaño en el sofá, en una especie de Himalaya textil descorazonador. Ni Edurne Pasaban escala esta cordillera de falta de tiempo y ausencias.

Si no fuera porque soy una feminista instruída y Betty Friedan se encuentra desde hace tiempo entre mis libros de cabecera, empezaría a pensar que algo anda mal, porque no me hallo entre desorden casero y agujeros en el banco. Cada día me cuesta más trabajo levantarme de la cama, o irme a la cama, o hacer cualquier cosa en la cama.

Como soy madre separada, de esas que presume de familia grande y súper poderes paramaternales, me he acostumbrado a lidiar con la crianza casi en soledad. «Lidiar» es un verbo tan poco apropiado cuando eres tú la que sientes cómo poco a poco te agostas en el albero… Y con todo, debo sentirme una privilegiada porque, dos veces por semana y un fin de semana alterno, libro de mis funciones, ¡albricias!, pero todo esto dicho muy bajito porque ya tengo el sambenito de malamadre bastante a la vista. Mejor poner gesto contrito y fingir que no me alivia no tener que pelear con un preadolescente de tanto en cuando.

No soy la única madre-super woman-separada-con-custodia de mi entorno social más cercano. Y el patrón se repite indefectiblemente. Mujeres cansadas que arrastran deberes de padres que se implican en la crianza en la misma proporción que el número de horas que pasan con sus hijas e hijos, y a veces, ni eso.

Mi trabajo como docente me permite observar desde una posición privilegiada e invisible la evolución de los roles de maternidad y paternidad. Desde hace unos veinte años vengo escuchando que «afortunadamente, las cosas ya han cambiado mucho», pero sin tener conciencia ni evidencia de tal cambio, en general. Citando a Miguel Ángel Arconada, profesor y fundador del grupo de hombres contra la violencia de género «Codo a Codo»,

«Muchos hombres tienen miedo a la Igualdad, aún antes de saber qué significa. Quieren que casi nada cambie. (…) y no les importan las desigualdades y discriminaciones sufridas por las mujeres, a las que siguen viendo destinadas al matrimonio, la maternidad, el cuidado y la entrega subordinada. Sólo están dispuestos a cambiar lo mínimo, a demanda siempre de las mujeres, con el fin de evitar el conflicto con ellas y de no perder algunas prebendas y placeres que de éstas obtienen. Son hombres instalados, que simulan acuerdo con la igualdad en el trato público con las mujeres, asumiendo el mensaje de lo políticamente correcto, pero que vuelven al mensaje machista en reuniones sólo de hombres y en muchos de sus comportamientos cotidianos. No quieren cuestionar su propia posición en el mundo ni la existencia de posibles privilegios, públicos y privados, de los que disfrutan.»

El único cambio real que he podido observar es la evolución en el rechazo a ser tildado como «machista» en el grupo social o familiar, (aunque eso está cambiando en la actualidad, con el resurgimiento del macho-wacho político y los olores rancios de tiempos no tan pasados), pero que tras esa pátina de neo hombre moderno no hay más que el desapego por la crianza en versión 2.0.

La realidad que puede relatar cualquier docente es que, en más del 80% de los casos, son las madres quienes compran el material, ayudan con los deberes (sería interesante iniciar un debate sobre los deberes escolares como herramienta de esclavitud casera femenina, ahí lo dejo), se encargan de la asistencia a las actividades extraescolares y gestión de tiempo libre y mientras tanto solapan trabajo fuera y dentro de casa. Es a las madres a quienes atendemos en tutoría y ellas quienes discuten en los malévolos grupos de whatsapp del colegio. Ellas quienes piden cita con el pediatra y quienes te comunican que por favor tengas cuidado porque su peque se ha despertado con fiebre y aunque se ha tomado el dalsy tienen un nosequé que qué se yo…

En los casos de familias separadas, esta tendencia se mantiene, pero aliñada además con las disputas interfamiliares acerca de qué progenitor es más perjudicial que el otro, y empapelada con kilos de sentencias acerca de custodias y arreglos varios en los que el interés del menor es prioridad cero. Los datos informan de que, a pesar de que el número de separaciones o divorcios va a la baja desde 2014 (al mismo ritmo que las uniones civiles o matrimonios), el pasado año aumentaron exponencialmente las solicitudes de modificaciones en las custodias o en las pensiones alimenticias. Es bien sabido que en este país, cuando se produce una separación en la que hay menores implicados, en la mayoría de los casos la custodia se otorga a la madre, y se grava al otro progenitor con una pensión alimenticia, siempre acorde a su salario, para contribuir al mantenimiento y gastos derivados de la crianza. Es habitual también que la persona a quien se otorga la guardia y custodia permanezca en el domicilio familiar.

Nosotras, las mujeres feministas, tenemos claro que, a pesar de las diferentes corrientes de crianza que existen, el rol paternal no puede desdibujarse en el permiso (que no baja, no estamos enfermas) maternal y desde luego no es intercambiable

Esta situación es tildada de injusta por un sector de la sociedad, que emite opiniones, aceptadas generalmente, como las siguientes:

  • La mayoría de las mujeres aspiran a vivir de la paga tras la separación.
  • Los hombres se ven obligados a volver al domicilio paterno tras la pérdida de su residencia habitual, mientras ellas se quedan con todo.

Sin embargo, la cuestión acerca de cómo redefinir los roles de maternidad y paternidad en una sociedad cada vez más cambiante y, sobre todo, normalizar las diferentes formaciones familiares que resultan de la disgregación del todopoderoso modelo familiar tradicional no son foco de debate habitual.

La crianza y los trabajos de cuidado, tradicionalmente en manos femeninas, son la base social precaria sobre la que se sustenta gran parte de nuestra economía. Es curioso que los sindicatos (especialmente llamativo en los sindicatos de clase) puedan sentarse durante meses a debatir acerca de extinciones o modificaciones de convenios colectivos mientras el peso social recae casi siempre en trabajos no remunerados.

¿Y cómo empezamos a gestionar el cambio? Nosotras, las mujeres feministas, tenemos claro que, a pesar de las diferentes corrientes de crianza que existen, el rol paternal no puede desdibujarse en el permiso (que no baja, no estamos enfermas) maternal y desde luego no es intercambiable, al menos en los primeros estadios. La recuperación física que requiere un embarazo, en el que el cuerpo femenino se desgasta y se dilata, no puede ser compatible en ningún caso con la incorporación al mundo laboral, o con el trabajo en casa. Durante unos meses, poco más que sobrevivir podemos hacer. Lamentablemente, no sólo es nuestro cuerpo el que se desdibuja, sino nuestra entidad como mujer, como persona. Pasar de ser alguien a «la madre de alguien» es una metamorfosis ante la que nos resistimos, a pesar de que se nos había hecho ver que la maternidad iba a colmarnos y a llenar nuestras vidas hasta que no te hiciera falta nada más. Y va por delante que no censuro ni cuestiono a nadie que quiera hacer de su vida una dedicación exclusiva a su progenie, pero la realidad es que la mayoría de nosotras no elegimos dejar de ser personas, ni desaparecer como entidad entre pañales, pero de repente, un día, eso es todo lo que haces.

Ejercer la labor de cuidados no puede entenderse desde la bipolaridad madre–padre nunca más, sino que debería ampliarse a la tribu, a la red que no se suelta si se rompe tan sólo uno de los cabos, a un caleidoscopio de manos que termine con  tanta soledad y ojera suelta.

¿Qué hacemos ante esta disolución? Lamentablemente, gran parte del sector masculino se desentiende de la crianza en estos primeros estadios, ocupado en el trabajo fuera de casa. No voy a ser yo la que les diga lo que tienen que hacer, ni cómo involucrarse en un proceso que es sobre todo de crecimiento personal. Citando a Miguel Ángel Arconada una vez más, nuestras mochilas ya pesan mucho, y son demasiadas, para lastrarnos además con el peso de la instrucción ajena. Lo siento, no tengo vuestras respuestas. Tendréis que empezar a preocuparos vosotros solos y preguntaros qué podéis hacer, y cuántos privilegios queréis romper para empezar un camino a nuestro lado, sin ventajas.

Nuestro trabajo es otro, y pasa, especialmente, por organizarnos. La exigencia de permisos maternales y paternales dignos es una premisa básica. Pero sobre todo, pelear por conseguir que, si se da el caso en que alguna persona deba abandonar su puesto de trabajo habitual, o se vea impelida a ello por mor de una clase empresarial que, como sabemos, está comprometida con embarazos y crianzas, nadie deje de cotizar ni un solo día e incluso de percibir una prestación por el trabajo más invisible del mundo: la crianza. Por supuesto, quedan encima de la mesa otras exigencias básicas como la existencia suficiente de plazas de escuelas infantiles para quienes deseen trabajar, la posibilidad de acogerse a horarios laborales compatibles con la crianza, etc. Esta lucha, esta búsqueda de una conciliación real no es exclusiva de nadie, porque de nadie son nuestros hijos e hijas, que ya lo dijo Khalil Gibran, que son hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma…

Mientras tanto, en los viaductos que cruzan la autovía que lleva a Málaga, algún militante custodiocompartidista ha ilustrado cada puente con pintadas que rezan «CuZtodia compartida», así, con una ese distraída. Entiendo que al tener que trazar las letras en posición invertida desde arriba y no en la direccionalidad izquierda–derecha habitual, ha perdido la perspectiva de lo que realmente quería escribir. Y no encuentro mejor metáfora para acabar este perogrullo, porque ejercer la labor de cuidados, la crianza, no puede tener una sola óptica ni puede entenderse desde la bipolaridad madre–padre nunca más, sino que debería ampliarse a la tribu, a la red que no se suelta si se rompe tan sólo uno de los cabos, en definitiva, a un caleidoscopio de manos que termine con  tanta soledad y ojera suelta.

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